LA IGLESIA ES NUESTRA MADRE
PORQUE NOS HA DADO A LUZ EN EL
BAUTISMO
Texto oficial de la
Catequesis del Papa Francisco
durante la Audiencia General del miércoles 3 de Septiembre de 2014 en la Plaza
de san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
En las catequesis anteriores hemos
tenido ocasión de destacar varias veces que no se llega a ser cristianos por
uno mismo, es decir, con las propias fuerzas, de modo autónomo, ni tampoco se
llega a ser cristianos en un laboratorio, sino que somos engendrados y
alimentados en la fe en el seno de ese gran cuerpo que es la Iglesia. En este
sentido la Iglesia es verdaderamente madre, nuestra madre Iglesia —es hermoso
decirlo así: nuestra madre Iglesia— una madre que nos da vida en Cristo y nos
hace vivir con todos los demás hermanos en la comunión del Espíritu Santo.
La Iglesia, en su maternidad, tiene
como modelo a la Virgen María, el modelo más hermoso y más elevado que pueda
existir. Es lo que ya habían destacado las primeras comunidades cristianas y el
Concilio Vaticano II expresó de modo admirable (cf. Lumen gentium 63-64). La maternidad de María es ciertamente única,
extraordinaria, y se realizó en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen
dio a luz al Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo.
Así, pues, la maternidad de la Iglesia
se sitúa precisamente en continuidad con la de María, como prolongación en la
historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, sigue engendrando nuevos
hijos en Cristo, siempre en la escucha de la Palabra de Dios y en la docilidad
a su designio de amor. La Iglesia es madre. El nacimiento de Jesús en el seno
de María, en efecto, es preludio del nacimiento de cada cristiano en el seno de
la Iglesia, desde el momento que Cristo es el primogénito de una multitud de
hermanos (cf. Rm 8, 29) y nuestro primer hermano Jesús nació de María,
es el modelo, y todos nosotros hemos nacido en la Iglesia.
Comprendemos, entonces, cómo la
relación que une a María y a la Iglesia es tan profunda: mirando a María
descubrimos el rostro más hermoso y más tierno de la Iglesia; y mirando a la
Iglesia reconocemos los rasgos sublimes de María. Nosotros cristianos, no somos
huérfanos, tenemos una mamá, tenemos una madre, y esto es algo grande. No somos
huérfanos. La Iglesia es madre, María es madre.
La Iglesia es nuestra madre porque nos
ha dado a luz en el Bautismo. Cada vez que bautizamos a un niño, se convierte
en hijo de la Iglesia, entra en la Iglesia. Y desde ese día, como mamá atenta,
nos hace crecer en la fe y nos indica, con la fuerza de la Palabra de Dios, el
camino de salvación, defendiéndonos del mal.
La Iglesia ha recibido de Jesús el
tesoro precioso del Evangelio no para tenerlo para sí, sino para entregarlo generosamente
a los demás, como hace una mamá. En este servicio de evangelización se
manifiesta de modo peculiar la maternidad de la Iglesia, comprometida, como una
madre, a ofrecer a sus hijos el sustento espiritual que alimenta y hace
fructificar la vida cristiana. Todos, por lo tanto, estamos llamados a acoger
con mente y corazón abiertos la Palabra de Dios que la Iglesia dispensa cada
día, porque esta Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde dentro.
Sólo la Palabra de Dios tiene esta
capacidad de cambiarnos desde dentro, desde nuestras raíces más profundas. La
Palabra de Dios tiene este poder. ¿Y quién nos da la Palabra de Dios? La madre
Iglesia. Ella nos amamanta desde niños con esta Palabra, nos educa durante toda
la vida con esta Palabra, y esto es algo grande. Es precisamente la madre
Iglesia que con la Palabra de Dios nos cambia desde dentro. La Palabra de Dios
que nos da la madre Iglesia nos transforma, hace nuestra humanidad no
palpitante según la mundanidad de la carne, sino según el Espíritu.
En su solicitud maternal, la Iglesia
se esfuerza por mostrar a los creyentes el camino a recorrer para vivir una
vida fecunda de alegría y de paz. Iluminados por la luz del Evangelio y
sostenidos por la gracia de los Sacramentos, especialmente la Eucaristía,
podemos orientar nuestras opciones al bien y atravesar con valentía y esperanza
los momentos de oscuridad y los senderos más tortuosos. El camino de salvación,
a través del cual la Iglesia nos guía y nos acompaña con la fuerza del
Evangelio y el apoyo de los Sacramentos, nos da la capacidad de defendernos del
mal.
La Iglesia tiene la valentía de una
madre que sabe que tiene que defender a sus propios hijos de los peligros que
derivan de la presencia de Satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro con
Jesús. Una madre defiende siempre a los hijos. Esta defensa consiste también en
exhortar a la vigilancia: vigilar contra el engaño y la seducción del maligno.
Porque si bien Dios venció a Satanás, este vuelve siempre con sus tentaciones;
nosotros lo sabemos, todos somos tentados, hemos sido tentados y somos tentados.
Satanás viene «como león rugiente» (1
P 5, 8), dice el apóstol Pedro, y nosotros no podemos ser ingenuos, sino
que hay que vigilar y resistir firmes en la fe. Resistir con los consejos de la
madre Iglesia, resistir con la ayuda de la madre Iglesia, que como una mamá
buena siempre acompaña a sus hijos en los momentos difíciles.
Queridos amigos, esta es la Iglesia,
esta es la Iglesia que todos amamos, esta es la Iglesia que yo amo: una madre a
la que le interesa el bien de sus hijos y que es capaz de dar la vida por
ellos. No tenemos que olvidar, sin embargo, que la Iglesia no son sólo los
sacerdotes, o nosotros obispos, no, somos todos. La Iglesia somos todos. ¿De
acuerdo? Y también nosotros somos hijos, pero también madres de otros
cristianos.
Todos los bautizados, hombres y
mujeres, juntos somos la Iglesia. ¡Cuántas veces en nuestra vida no damos
testimonio de esta maternidad de la Iglesia, de esta valentía maternal de la
Iglesia! ¡Cuántas veces somos cobardes! Encomendémonos a María, para que Ella
como madre de nuestro hermano primogénito, Jesús, nos enseñe a tener su mismo
espíritu maternal respecto a nuestros hermanos, con la capacidad sincera de
acoger, de perdonar, de dar fuerza y de infundir confianza y esperanza. Es esto
lo que hace una mamá.

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