¡TODOS ESTAMOS LLAMADOS A
SER SANTOS!
Texto de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 19 de Noviembre
de 2014 en la Plaza de san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Un gran don del Concilio Vaticano II fue haber
recuperado una visión de Iglesia fundada en la comunión, y haber comprendido de
nuevo el principio de la autoridad y de la jerarquía en esa perspectiva. Esto
nos ha ayudado a comprender mejor que todos los cristianos, en cuanto bautizados,
tienen igual dignidad ante el Señor y los une la misma vocación, que es la
santidad (cf. Lumen Gentium, 39-42). Ahora nos preguntamos: ¿en qué consiste
esta vocación universal a ser santos? ¿Y cómo podemos realizarla?
Ante todo debemos tener bien presente que la
santidad no es algo que nos procuramos nosotros, que obtenemos con nuestras
cualidades y capacidades. La santidad es un don, es el don que nos da el Señor
Jesús, cuando nos toma para sí y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En
la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que «Cristo amó a su Iglesia:
Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla» (Ef 5, 25-26).
Aquí está, verdaderamente la santidad es el rostro
más bello de la Iglesia, el rostro más bello: es un redescubrirse en comunión
con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se comprende, entonces, que
la santidad no es una prerrogativa sólo de algunos: la santidad es un don
ofrecido a todos, ninguno excluido, por lo cual constituye el carácter
distintivo de todo cristiano.
Todo esto nos hace comprender que, para ser santos,
no hay que ser forzosamente obispos, sacerdotes o religiosos: no, todos estamos
llamados a ser santos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la
santidad está reservada sólo para quienes tienen la posibilidad de tomar
distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicarse exclusivamente a la oración.
Pero no es así. Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara
de santito. ¡No! No es esto la santidad.
La santidad es algo más grande, más profundo que
nos da Dios. Es más, estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con
amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada
día. Y cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se
encuentra. ¿Tú eres consagrado, eres consagrada? Sé santo viviendo con alegría
tu entrega y tu ministerio. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu
marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un bautizado
no casado? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo y
ofreciendo el tiempo al servicio de los hermanos. «Pero, padre, yo trabajo en
una fábrica; yo trabajo como contable, siempre con los números, y allí no se
puede ser santo...». —«Sí, se puede. Allí donde trabajas, tú puedes ser santo.
Dios te da la gracia para llegar a ser santo. Dios se comunica contigo».
Siempre, en todo lugar se puede llegar a ser santo,
es decir, podemos abrirnos a esta gracia que actúa dentro de nosotros y nos
conduce a la santidad. ¿Eres padre o abuelo? Sé santo enseñando con pasión a
los hijos o a los nietos a conocer y a seguir a Jesús. Es necesaria mucha
paciencia para esto, para ser un buen padre, un buen abuelo, una buena madre,
una buena abuela; se necesita mucha paciencia y en esa paciencia está la
santidad: ejercitando la paciencia. ¿Eres catequista, educador o voluntario?
Sé santo siendo signo visible del amor de Dios y de
su presencia junto a nosotros. Es esto: cada estado de vida conduce a la
santidad, ¡siempre! En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en
ese momento y en tu estado de vida se abrió el camino hacia la santidad. No os
desalentéis al ir por este camino. Es precisamente Dios quien nos da la gracia.
Sólo esto pide el Señor: que estemos en comunión con Él y al servicio de los
hermanos.
A este punto, cada uno de nosotros puede hacer un
poco de examen de conciencia, ahora podemos hacerlo, que cada uno responda a sí
mismo, en silencio: ¿cómo hemos respondido hasta ahora a la llamada del Señor a
la santidad? ¿Tengo ganas de ser un poco mejor, de ser más cristiano, más
cristiana? Este es el camino de la santidad. Cuando el Señor nos invita a ser
santos, no nos llama a algo pesado, triste... ¡Todo lo contrario!
Es la invitación a compartir su alegría, a vivir y
a entregar con gozo cada momento de nuestra vida, convirtiéndolo al mismo
tiempo en un don de amor para las personas que están a nuestro alrededor. Si
comprendemos esto, todo cambia y adquiere un significado nuevo, un significado
hermoso, un significado comenzando por las pequeñas cosas de cada día.
Un ejemplo. Una señora va al mercado a hacer la
compra, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y luego vienen las críticas
y esta señora dice: «No, no, no yo no hablaré mal de nadie». Este es un paso
hacia la santidad, te ayuda a ser más santo. Luego, en tu casa, tu hijo te pide
hablar un poco de sus cosas fantasiosas: «Oh, estoy muy cansado, he trabajado
mucho hoy...» – «Pero tú acomódate y escucha a tu hijo, que lo necesita». Y tú
te acomodas, lo escuchas con paciencia: este es un paso hacia la santidad.
Luego termina el día, estamos todos cansados, pero está la oración. Hagamos la
oración: también este es un paso hacia la santidad. Después viene el domingo y
vamos a misa, comulgamos, a veces precedido de una hermosa confesión que nos
limpie un poco. Esto es un paso hacia la santidad. Luego pensamos en la Virgen,
tan buena, tan hermosa, y tomamos el rosario y rezamos. Este es un paso hacia
la santidad. Luego voy por la calle, veo a un pobre, a un necesitado, me
detengo, hablo con él, le doy algo: es un paso a la santidad.
Son pequeñas cosas, pero muchos pequeños pasos hacia
la santidad. Cada paso hacia la santidad nos hará personas mejores, libres del
egoísmo y de la cerrazón en sí mismos, y abiertas a los hermanos y a sus
necesidades.
Queridos amigos, en la Primera Carta de san Pedro
se nos dirige esta exhortación: «Como buenos administradores de la multiforme
gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha
recibido. Si uno habla, que sean sus palabras como palabras de Dios; si uno
presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para que Dios
sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo» (4, 10-11).
He aquí la invitación a la santidad. Acojámosla con
alegría, y apoyémonos unos a otros, porque el camino hacia la santidad no se
recorre solos, cada uno por su cuenta, sino que se recorre juntos, en ese único
cuerpo que es la Iglesia, amada y santificada por el Señor Jesucristo. Sigamos
adelante con valentía en esta senda de la santidad.
LLAMAMIENTOS
Sigo con preocupación el aumento alarmante de la
tensión en Jerusalén y en otras zonas de Tierra Santa, con episodios
inaceptables de violencia que no perdonan ni siquiera los lugares de culto.
Aseguro una oración especial por todas las víctimas de esa dramática situación
y por quienes sufren más las consecuencias. Desde lo profundo del corazón,
dirijo a las partes implicadas un llamamiento a fin de que se ponga fin a la
espiral de odio y de violencia y se tomen decisiones valientes para la
reconciliación y la paz. Construir la paz es difícil, pero vivir sin paz es un
tormento.

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