LA
ESPERANZA CRISTIANA
NO ES SIMPLE OPTIMISMO
Texto de la Catequesis
del Papa Francisco durante la Audiencia General del miércoles 15 de Octubre
de 2014 en la Plaza de san Pedro en el Vaticano
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Durante este tiempo hemos hablado de la
Iglesia, de nuestra santa madre Iglesia jerárquica, el pueblo de Dios en
camino. Hoy queremos preguntarnos: al final, ¿qué será del pueblo de Dios? ¿Qué
será de cada uno de nosotros? ¿Qué debemos esperar? El apóstol Pablo animaba a
los cristianos de la comunidad de Tesalónica, que se planteaban estas mismas
preguntas, y después de su argumentación decían estas palabras que están entre
las más hermosas del Nuevo Testamento: «Y así estaremos siempre con el Señor» (1
Ts 4, 17). Son palabras sencillas, ¡pero con una densidad de esperanza tan
grande! «Y así estaremos siempre con el Señor». ¿Creéis vosotros esto?... Me
parece que no. ¿Creéis? ¿Lo repetimos juntos? ¿Tres veces?: «Y así estaremos
siempre con el Señor». «Y así estaremos siempre con el Señor». «Y así estaremos
siempre con el Señor».
Es emblemático cómo en el libro del
Apocalipsis Juan, retomando la intuición de los profetas, describe la dimensión
última, definitiva, en los términos de la «nueva Jerusalén que descendía del
cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su
esposo» (Ap 21, 2). He aquí lo que nos espera. He aquí, entonces, quién
es la Iglesia: es el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y que se prepara
día tras día para el encuentro con Él, como una esposa con su esposo. Y no es
sólo un modo de decir: será una auténtica boda. Sí, porque Cristo, haciéndose
hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros una sola cosa con Él, con su
muerte y su resurrección, se ha verdaderamente casado con nosotros y ha hecho
de nosotros como pueblo su esposa.
Y esto no es otra cosa más que la realización
del designio de comunión y de amor tejido por Dios en el curso de toda la
historia, la historia del pueblo de Dios y también la historia de cada uno de
nosotros. Es el Señor quien lleva adelante esto.
Hay otro elemento, sin embargo, que nos anima
ulteriormente y nos abre el corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de
Cristo, se hace visible la «nueva Jerusalén». Esto significa que la Iglesia,
además de esposa, está llamada a convertirse en ciudad, símbolo por excelencia
de la convivencia y la relacionalidad humana.
¡Qué hermoso es, entonces, ya poder
contemplar, según otra imagen también sugestiva del Apocalipsis, a todas las
gentes y a todos los pueblos reunidos juntos en esta ciudad, como en una
tienda, «la tienda de Dios!» (cf. Ap 21, 3). Y en este marco glorioso ya
no habrá aislamientos, prevaricaciones y distinciones de algún tipo —de
naturaleza social, étnica o religiosa—, sino que seremos todos una sola cosa en
Cristo.
En presencia de este escenario inaudito y
maravilloso, nuestro corazón no puede dejar de sentirse confirmado con fuerza
en la esperanza. Mirad, la esperanza cristiana no es sencillamente un deseo, un
auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera
ferviente, apasionada de la realización última y definitiva de un misterio, el
misterio del amor de Dios, en quien hemos renacido y en quien ya vivimos. Y es
espera de alguien que está por llegar: es el Cristo Señor que se hace cada vez
más cercano a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en
la plenitud de su comunión y de su paz.
La Iglesia, entonces, tiene la tarea de
mantener encendida y bien visible la lámpara de la esperanza, para que pueda
seguir resplandeciendo como signo seguro de salvación e iluminando a toda la
humanidad el sendero que conduce al encuentro con el rostro misericordioso de
Dios.
Queridos hermanos y hermanas, he aquí,
entonces, lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! La Iglesia esposa espera a su
esposo. Debemos, pues, preguntarnos con mucha sinceridad: ¿somos de verdad
testigos luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Viven aún nuestras
comunidades en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la cálida espera
de su venida, o bien se presentan cansadas, adormecidas, bajo el peso del
agotamiento y de la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar
el aceite de la fe y el aceite de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos a la Virgen María, madre de la
esperanza y reina del cielo, para que nos mantenga siempre en una actitud de
escucha y de espera, para poder ser ya ahora permeados por el amor de Cristo y
participar un día en la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios. No lo
olvidéis, jamás olvidarlo: «Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts
4, 17). ¿Lo repetimos? ¿Tres veces más? «Y así estaremos siempre con el Señor».
«Y así estaremos siempre con el Señor». «Y así estaremos siempre con el Señor».

No hay comentarios.:
Publicar un comentario