UNA SOCIEDAD QUE
CONSIDERA A LOS HIJOS UN PROBLEMA, NO TIENE FUTURO
Texto Oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 11 de Febrero de
2015 en Plaza san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas:
Después
de haber reflexionado sobre las figuras de la madre y del padre, en esta
catequesis sobre la familia quiero hablar del hijo o, mejor dicho, de los
hijos. Me inspiro en una hermosa imagen de Isaías. El profeta escribe: «Tus
hijos se reúnen y vienen hacia ti. Vienen tus hijos desde lejos, a tus hijas
las traen en brazos. Entonces lo verás y estarás radiante; tu corazón se
asombrará, se ensanchará» (60, 4-5a). Es una espléndida imagen, una imagen de
la felicidad que se realiza en el reencuentro entre padres e hijos, que caminan
juntos hacia el futuro de libertad y paz, tras un largo período de privaciones
y separación, cuando el pueblo judío se hallaba lejos de su patria.
En
efecto, existe un estrecho vínculo entre la esperanza de un pueblo y la armonía
entre las generaciones. Debemos pensar bien en esto. Existe un vínculo estrecho
entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. La alegría
de los hijos estremece el corazón de los padres y vuelve a abrir el futuro. Los
hijos son la alegría de la familia y de la sociedad. No son un problema de
biología reproductiva, ni uno de los tantos modos de realizarse. Y mucho menos
son una posesión de los padres… No. Los hijos son un don, son un regalo, ¿habéis
entendido? Los hijos son un don. Cada uno es único e irrepetible y, al mismo
tiempo, está inconfundiblemente unido a sus raíces.
De hecho,
ser hijo e hija, según el designio de Dios, significa llevar en sí la memoria y
la esperanza de un amor que se ha realizado precisamente dando la vida a otro
ser humano, original y nuevo. Y para los padres cada hijo es él mismo, es
diferente, es diverso. Permitidme un recuerdo de familia. Recuerdo que mi madre
decía de nosotros —éramos cinco—: «Tengo cinco hijos». Cuando le preguntaban:
«¿Cuál es tu preferido?», respondía: «Tengo cinco hijos, como cinco dedos.
[Muestra los dedos de la mano] Si me golpean este, me duele; si me golpean este
otro, me duele. Me duelen los cinco. Todos son hijos míos, pero todos son
diferentes, como los dedos de una mano». Y así es la familia. Los hijos son
diferentes, pero todos hijos.
Se ama a
un hijo porque es hijo, no porque es hermoso o porque es de una o de otra
manera; no, porque es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis deseos. Un
hijo es un hijo: una vida engendrada por nosotros, pero destinada a él, a su
bien, al bien de la familia, de la sociedad, de toda la humanidad.
De ahí
viene también la profundidad de la experiencia humana de ser hijo e hija, que
nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de
sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de
que lleguen. Cuántas veces encuentro en la plaza a madres que me muestran la
panza y me piden la bendición..., esos niños son amados antes de venir al
mundo.
Esto es
gratuidad, esto es amor; son amados antes del nacimiento, como el amor de Dios,
que siempre nos ama antes. Son amados antes de haber hecho algo para merecerlo,
antes de saber hablar o pensar, incluso antes de venir al mundo. Ser hijos es
la condición fundamental para conocer el amor de Dios, que es la fuente última
de este auténtico milagro. En el alma de cada hijo, aunque sea vulnerable, Dios
pone el sello de este amor, que es el fundamento de su dignidad personal, una
dignidad que nada ni nadie podrá destruir.
Hoy
parece más difícil para los hijos imaginar su futuro. Los padres —aludí a ello
en las catequesis anteriores— han dado, quizá, un paso atrás, y los hijos son
más inseguros al dar pasos hacia adelante. Podemos aprender la buena relación
entre las generaciones de nuestro Padre celestial, que nos deja libres a cada
uno de nosotros, pero nunca nos deja solos. Y si nos equivocamos, Él continúa
siguiéndonos con paciencia, sin disminuir su amor por nosotros. El Padre
celestial no da pasos atrás en su amor por nosotros, ¡jamás! Va siempre
adelante, y si no puede ir delante, nos espera, pero nunca va para atrás;
quiere que sus hijos sean intrépidos y den pasos hacia adelante.
Por su
parte, los hijos no deben tener miedo del compromiso de construir un mundo
nuevo: es justo que deseen que sea mejor que el que han recibido. Pero hay que
hacerlo sin arrogancia, sin presunción. Hay que saber reconocer el valor de los
hijos, y se debe honrar siempre a los padres.
El cuarto
mandamiento pide a los hijos —y todos los somos— que honren al padre y a la
madre (cf. Ex 20, 12). Este mandamiento viene inmediatamente después de
los que se refieren a Dios mismo. En efecto, encierra algo sagrado, algo
divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los
hombres. Y en la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: «Para que
se prolonguen tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar». El
vínculo virtuoso entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de
una historia verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no honran a sus
padres es una sociedad sin honor; cuando no se honra a los padres, se pierde el
propio honor. Es una sociedad destinada a poblarse de jóvenes desapacibles y
ávidos.
Pero
también una sociedad avara de procreación, a la que no le gusta rodearse de
hijos que considera, sobre todo, una preocupación, un peso, un riesgo, es una
sociedad sin futuro. Pensemos en las numerosas sociedades que conocemos aquí,
en Europa: son sociedades deprimidas, porque no quieren hijos, no tienen hijos;
la tasa de nacimientos no llega al uno por ciento. ¿Por qué? Cada uno de
nosotros debe de pensar y responder. Si a una familia numerosa la miran como si
fuera un peso, hay algo que está mal. La procreación de los hijos debe ser
responsable, tal como enseña la encíclica Humanae
Vitae del beato Pablo VI, pero tener más hijos no puede considerarse
automáticamente una elección irresponsable. No tener hijos es una elección
egoísta. La vida se rejuvenece y adquiere energías multiplicándose: se
enriquece, no se empobrece.
Los hijos
aprenden a ocuparse de su familia, maduran al compartir sus sacrificios, crecen
en el aprecio de sus dones. La experiencia feliz de la fraternidad favorece el
respeto y el cuidado de los padres, a quienes debemos agradecimiento. Muchos de
vosotros presentes aquí tienen hijos, y todos somos hijos. Hagamos algo, un
minuto de silencio. Que cada uno de nosotros piense en su corazón en sus
propios hijos —si los tiene—; piense en silencio. Y todos nosotros pensemos en
nuestros padres, y demos gracias a Dios por el don de la vida. En silencio,
quienes tienen hijos, piensen en ellos, y todos pensemos en nuestros padres.
[Silencio] Que el Señor bendiga a nuestros padres y bendiga a vuestros hijos.
Que
Jesús, el Hijo eterno, convertido en hijo en el tiempo, nos ayude a encontrar
el camino de una nueva irradiación de esta experiencia humana tan sencilla y
tan grande que es ser hijo. En la multiplicación de la generación hay un
misterio de enriquecimiento de la vida de todos, que viene de Dios mismo.
Debemos redescubrirlo, desafiando el prejuicio; y vivirlo en la fe con plena
alegría. Y os digo: qué hermoso es cuando paso entre vosotros y veo a los papás
y a las mamás que alzan a sus hijos para que los bendiga; este un gesto casi
divino. Gracias por hacerlo.
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