UN BUEN PADRE ES MEDIADOR
Y CUSTODIO DE LA FE DE SUS HIJOS
Texto Oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 4 de Febrero de
2015 en el Aula Pablo VI en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy
quiero desarrollar la segunda parte de la reflexión sobre la figura del padre
en la familia. La vez pasada hablé del peligro de los padres «ausentes», hoy
quiero mirar más bien el aspecto positivo. También san José fue tentado de
dejar a María, cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel
del Señor que le reveló el designio de Dios y su misión de padre putativo; y
José, hombre justo, «acogió a su esposa» (Mt 1, 24) y se convirtió en el
padre de la familia de Nazaret.
Cada
familia necesita del padre. Hoy nos centramos en el valor de su papel, y
quisiera partir de algunas expresiones que se encuentran en el libro de los
Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo, y dice así: «Hijo mío,
si se hace sabio tu corazón, también mi corazón se alegrará. Me alegraré de
todo corazón si tus labios hablan con acierto» (Pr 23, 15-16). No se
podría expresar mejor el orgullo y la emoción de un padre que reconoce haber
transmitido al hijo lo que importa de verdad en la vida, o sea, un corazón
sabio.
Este
padre no dice: «Estoy orgulloso de ti porque eres precisamente igual a mí,
porque repites las cosas que yo digo y hago». No, no le dice sencillamente
algo. Le dice algo mucho más importante, que podríamos interpretar así: «Seré
feliz cada vez que te vea actuar con sabiduría, y me emocionaré cada vez que te
escuche hablar con rectitud. Esto es lo que quise dejarte, para que se
convirtiera en algo tuyo: el hábito de sentir y obrar, hablar y juzgar con
sabiduría y rectitud. Y para que pudieras ser así, te enseñé lo que no sabías,
corregí errores que no veías. Te hice sentir un afecto profundo y al mismo
tiempo discreto, que tal vez no has reconocido plenamente cuando eras joven e
incierto. Te di un testimonio de rigor y firmeza que tal vez no comprendías,
cuando hubieses querido sólo complicidad y protección.
Yo mismo,
en primer lugar, tuve que ponerme a la prueba de la sabiduría del corazón, y
vigilar sobre los excesos del sentimiento y del resentimiento, para cargar el
peso de las inevitables incomprensiones y encontrar las palabras justas para
hacerme entender. Ahora —sigue el padre—, cuando veo que tú tratas de ser así
con tus hijos, y con todos, me emociono. Soy feliz de ser tu padre». Y esto lo
que dice un padre sabio, un padre maduro.
Un padre
sabe bien lo que cuesta transmitir esta herencia: cuánta cercanía, cuánta
dulzura y cuánta firmeza. Pero, cuánto consuelo y cuánta recompensa se recibe
cuando los hijos rinden honor a esta herencia. Es una alegría que recompensa
toda fatiga, que supera toda incomprensión y cura cada herida.
La
primera necesidad, por lo tanto, es precisamente esta: que el padre esté presente
en la familia. Que sea cercano a la esposa, para compartir todo, alegrías y
dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a los hijos en su
crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones, cuando son despreocupados
y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando son taciturnos, cuando
se lanzan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven
a encontrar el camino; padre presente, siempre. Decir presente no es lo mismo
que decir controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a los
hijos, no los dejan crecer.
El
Evangelio nos habla de la ejemplaridad del Padre que está en el cielo —el
único, dice Jesús, que puede ser llamado verdaderamente «Padre bueno» (cf. Mc
10, 18). Todos conocen esa extraordinaria parábola llamada del «hijo pródigo»,
o mejor del «padre misericordioso», que está en el Evangelio de san Lucas en el
capítulo 15 (cf. 15, 11-32).
Cuánta
dignidad y cuánta ternura en la espera de ese padre que está en la puerta de
casa esperando que el hijo regrese. Los padres deben ser pacientes. Muchas
veces no hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con
paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia.
Un buen
padre sabe esperar y sabe perdonar desde el fondo del corazón. Cierto,
sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, complaciente,
sentimental. El padre que sabe corregir sin humillar es el mismo que
sabe proteger sin guardar nada para sí. Una vez escuché en una reunión de
matrimonio a un papá que decía: «Algunas veces tengo que castigar un poco a mis
hijos... pero nunca bruscamente para no humillarlos». ¡Qué hermoso! Tiene
sentido de la dignidad. Debe castigar, lo hace del modo justo, y sigue
adelante.
Así,
pues, si hay alguien que puede explicar en profundidad la oración del
«Padrenuestro», enseñada por Jesús, es precisamente quien vive en primera
persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre que está en los
cielos, los padres pierden valentía y abandonan el campo. Pero los hijos
necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos.
Harán de todo por no admitirlo, para no hacerlo ver, pero lo necesitan; y el no
encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de cerrar.
La
Iglesia, nuestra madre, está comprometida en apoyar con todas las fuerzas la
presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son para
las nuevas generaciones custodios y mediadores insustituibles de la fe en la
bondad, de la fe en la justicia y en la protección de Dios, como san José.
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