¡LA
IGLESIA ES EL CUERPO DE CRISTO!
Texto de la Catequesis
del Papa Francisco durante la Audiencia General del miércoles 22 de Octubre
de 2014 en la Plaza de san Pedro en el Vaticano
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cuando se quiere poner de relieve cómo los elementos que componen una
realidad están estrechamente unidos unos con otros y forman juntos una sola
cosa, se usa a menudo la imagen del cuerpo. A partir del apóstol Pablo, esta
expresión se aplicó a la Iglesia y se reconoció como su rasgo distintivo más
profundo y más hermoso. Hoy, entonces, queremos preguntarnos: ¿en qué sentido
la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué se define «cuerpo de Cristo»?
En el libro de Ezequiel se describe una visión un poco particular,
impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestro corazón.
Dios muestra al profeta un montón de huesos, separados unos de otros y secos.
Un escenario desolador... Imaginaos toda una llanura llena de huesos. Dios le
pide, entonces, que invoque sobre ellos al Espíritu. En ese momento, los huesos
se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los
nervios y luego la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida
(cf. Ez 37, 1-14). He aquí, esta es la Iglesia. Por favor, hoy, en casa,
tomad la Biblia, en el capítulo 37 del profeta Ezequiel, no lo olvidéis, y leed
esto, es hermoso. Esta es la Iglesia, es una obra maestra, la obra maestra del
Espíritu, quien infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos coloca
uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de
todos nosotros un cuerpo, edificado en la comunión y en el amor.
La Iglesia, sin embargo, no es solamente un cuerpo edificado en el
Espíritu: la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Y no se trata sencillamente de un
modo de decir: ¡ lo somos de verdad! Es el gran don que recibimos el día de
nuestro Bautismo. En el sacramento del Bautismo, en efecto, Cristo nos hace
suyos, acogiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo
de su amor por nosotros, para hacernos luego resucitar con Él, como nuevas
criaturas. Esto es, así nace la Iglesia, y así la Iglesia se reconoce cuerpo de
Cristo. El Bautismo constituye un verdadero renacimiento, que nos regenera en Cristo,
nos hace parte de Él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del
mismo cuerpo, del cual Él es la cabeza (cf. Rm 12, 5; 1 Cor 12,
12-13).
Lo que brota de ello, entonces, es una profunda comunión de amor. En este
sentido, es iluminador cómo Pablo, exhortando a los maridos a «amar a las
esposas como al propio cuerpo», afirma: «Como Cristo hace con la Iglesia,
porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 28-30). Qué hermoso sería si
nos acordásemos más a menudo de lo que somos, de lo que hizo con nosotros el
Señor Jesús: somos su cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede ya arrancar de
Él y que Él recubre con toda su pasión y todo su amor, precisamente como un
esposo con su esposa. Este pensamiento, sin embargo, debe hacer brotar en
nosotros el deseo de corresponder al Señor Jesús y compartir su amor entre
nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo.
En la época de Pablo, la comunidad de Corinto encontraba muchas
dificultades en ese sentido, viviendo, como a menudo también nosotros, la
experiencia de las divisiones, las envidias, las incomprensiones y la
marginación. Todas estas cosas no están bien, porque, en lugar de edificar y
hacer crecer a la Iglesia como cuerpo de Cristo, la dividen en muchas partes,
la desunen. Y esto sucede también en nuestros días. Pensemos en las comunidades
cristianas, en algunas parroquias, pensemos en nuestros barrios, cuántas
divisiones, cuántas envidias, cómo se critica, cuánta incomprensión y
marginación. ¿Y esto qué conlleva? Nos desune entre nosotros. Es el inicio de
la guerra.
La guerra no comienza en el campo de batalla: la guerra, las guerras
comienzan en el corazón, con incomprensiones, divisiones, envidias, con esta
lucha con los demás. La comunidad de Corinto era así, eran campeones en esto.
El apóstol Pablo dio a los corintios algunos consejos concretos que son válidos
también para nosotros: no ser celosos, sino apreciar en nuestras comunidades
los dones y la cualidades de nuestros hermanos. Los celos: «Ese se compró un coche»,
y yo siento celos. «Este se ganó la lotería», son también celos. «Y a este otro
le está yendo bien, bien en esto», y son más celos. Todo esto divide, hace
daño, no se debe hacer. Porque así los celos crecen y llenan el corazón. Y un
corazón celoso es un corazón ácido, un corazón que en lugar de sangre parece
tener vinagre; es un corazón que nunca es feliz, es un corazón que divide a la
comunidad.
Entonces, ¿qué debo hacer? Apreciar en nuestras comunidades los dones y las
cualidades de los demás, de nuestros hermanos. Y cuando surgen en mí los celos
—porque surgen en todos, todos somos pecadores—, debo decir al Señor: «Gracias,
Señor, porque has dado esto a aquella persona». Apreciar las cualidades, estar
cerca y participar en el sufrimiento de los últimos y de los más necesitados;
expresar la propia gratitud a todos. El corazón que sabe decir gracias es un
corazón bueno, es un corazón noble, es un corazón que está contento. Os
pregunto: ¿Todos nosotros sabemos decir gracias, siempre? No siempre porque la
envidia y los celos nos frenan un poco.
Y, por último, el consejo que el apóstol Pablo da a los corintios y que
también nosotros debemos darnos unos a otros: no considerar a nadie superior a
los demás. ¡Cuánta gente se siente superior a los demás! También nosotros,
muchas veces decimos como el fariseo de la parábola: «Te doy gracias Señor
porque no soy como aquel, soy superior». Pero esto no es bueno, no hay que
hacerlo nunca. Y cuando estás por hacerlo, recuerda tus pecados, los que nadie
conoce, avergüénzate ante Dios y dile: «Pero tú Señor, tú sabes quién es
superior, yo cierro la boca». Esto hace bien. Y siempre en la caridad
considerarse miembros unos de otros, que viven y se entregan en beneficio de
todos (cf. 1 Cor 12–14).
Queridos hermanos y hermanas, como el profeta Ezequiel y como el apóstol
Pablo, invocamos también nosotros al Espíritu Santo, para que su gracia y la
abundancia de sus dones nos ayuden a vivir de verdad como cuerpo de Cristo,
unidos, como familia, pero una familia que es el cuerpo de Cristo, y como signo
visible y hermoso del amor de Cristo.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario