VIVIR
ABRAZADO A JESÚS
POR
TODA LA ETERNIDAD
Artículo escrito por el Pbro. Fabricio Calderón, Párroco
de la Comunidad de san Juan Diego, en Ciudad del Carmen, Cam., DIócesis de Campeche.
El domingo 19 de octubre, poco después de las cinco y media de la tarde
sonó el celular y una voz familiar, con aire de tristeza, me compartió: «acaba
de fallecer Carlos».
En ese momento acudieron a mi mente imágenes de los muchos momentos
compartidos juntos desde la infancia y en la juventud. Crecimos juntos, pudimos
compartir muchas experiencias. Recordé aquellos días de descanso en los que la
familia salía como en un convoy rumbo a Isla Aguada; íbamos varios primos
sentados en la parte trasera de la camioneta cantado con mucha alegría y
aplaudiendo. «Son como ríos de agua en mi ser», o «el amor de Dios es
maravilloso… ¡Grande es el amor de Dios!».
También recordé aquellos días en los que formamos parte del grupo
Encuentro, que era el coro que cantaba la misa de diez de la mañana cada
domingo y que era dirigido por Goyo Brito, a quien Dios también ya llamó a su
presencia; aquellos domingos de retiro, que finalizaban con una sencilla
convivencia para festejar a quienes cumplían años en ese mes, o por el simple
hecho de compartir juntos la alegría de vivir y de creer.
Estos bellos momentos de fe, de amistad, de amor, de alegría, de
solidaridad, marcaron profundamente nuestra vida. Tanto, que fue el cimiento
que le ayudó a dedicar su vida, aún después de que se casó con Lety y ya con
sus hijos, Carlitos y Sergio, y a pesar de su entrega laboral, a ayudar al
prójimo. Visitaba a quienes estaban privados de su libertad, pues era parte de
la Pastoral Penitenciaria de la Arquidiócesis de Yucatán; escuchaba y ayudaba a
los matrimonios que, estando en problemas, le pedían su ayuda y su consejo. Su
misa matutina diaria, antes de iniciar sus labores, era infaltable…
Por esta experiencia de fe, es posible entender su actitud ante la
enfermedad y ante la cercanía de su regreso a la casa de nuestro buen
Padre-Dios. En su último artículo, publicado el 25 de abril pasado, en un
Diario peninsular en el cual colaboraba, Carlos agradeció a todas las personas
que lo estaban acompañando en su enfermedad y expresó: «Pase lo que pase, el
Señor siempre te dará lo mejor… Ahí acabaron el miedo y la duda, salí a dar lo
mejor de mí en esta batalla. Me puse completamente en las manos de Aquel que
nunca nos abandona».
Por esta experiencia de fe, pudo prepararse son serenidad y paz para el
encuentro definitivo con Dios. Con sorpresa me enteré que había dispuesto
muchas cosas para su funeral. Lecturas, cantos, etc. Y además una meditación y
una bella oración, que hoy les comparto.
La primera Lectura de la misa, después de la cual la urna con sus
cenizas fue depositada en la Parroquia de Cristo Resucitado, dispuso que fuera
la Primera Carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 15, versículos del
12-20, que dice:
«Hermanos: Si hemos predicado que Cristo resucitó de entre los muertos,
¿cómo es que algunos de ustedes andan diciendo que los muertos no resucitan?
Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó, y si Cristo no
resucitó, nuestra predicación es vana, y la fe de ustedes es vana.
Seríamos, además, falsos testigos de Dios, puesto
que hemos afirmado falsamente que Dios resucitó a Cristo: porque, si fuera
cierto que los muertos no resucitan, Dios no habría resucitado a Cristo. Porque
si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.
Y si Cristo no resucitó, es vana la fe de ustedes;
y por tanto, aún viven ustedes en pecado, y los que murieron en Cristo
perecieron. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de
esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así,
porque Cristo resucitó y resucitó como la primicia de todos los muertos».
Después de haber transcrito el texto de la Carta de
san Pablo a los Corintios, Carlos escribió una Meditación, que pidió se leyera en la Misa, y que se leyó, al
finalizar la primera lectura y antes del Salmo Responsorial.
«Dios nos ha dado la presencia de su Espíritu para
que podamos vivir esta vida con alegría, con paz y con gozo, pero también nos
ha prometido que “ahí donde él está también estaremos un día nosotros con El”.
Esta es la esperanza que alienta nuestra vida: poder participar un día, por
toda la eternidad con El. Por ello, como dirá San Pablo, para el cristiano la
vida es Cristo y la muerte, una ganancia.
Santa Teresa de Ávila, quien había entendido bien
la vida que le esperaba, decía: “Muero porque no muero y tan alta vida
espero, que muero porque no muero”. Nuestra vida en la Tierra, fundada en
Cristo y vivida en el poder del Espíritu, es la experiencia más fabulosa que el
hombre pueda tener, pero aún así, lo que Dios tiene preparado para los que le
aman: “Ni ojo vio, ni oído escuchó”.
La prueba definitiva de la fidelidad de Cristo a
sus promesas la tenemos en María Santísima, la cual, siendo de naturaleza
humana como todos nosotros, Dios, habiendo terminado María el curso de su
existencia en la Tierra, fue elevada al cielo; con ello nos mostró lo que será
de nuestra vida si, como ella, sabemos ser felices y vivir nuestra vida en
Cristo. Hermano, vive tu vida en el gozo del Espíritu y deja que la hermana
muerte sea la puerta que un día te conduzca a los brazos amorosos del Padre».
Finalizada la meditación, dejó plasmada una bella Oración, que ayuda a descubrir la paz
con la que vivió toda su vida y estos momentos: «Jesús, anhelo llegar
eternamente a tu presencia, yo también muero porque no muero, pero tengo total
convicción de que aquí me tienes porque puedo servirte en algo y eso me da una
dicha inmensa; úsame como mejor te parezca, Señor, y luego, cuando lo juzgues
conveniente, llévame contigo a gozar de la bienaventuranza eterna; llévame a
tus pies, para vivir abrazado a ti por toda la eternidad». ¡Gracias, Carlos,
por tu testimonio de Fe!

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