EL LEGADO DE UN VERDADERO
HOMBRE DE FE
Artículo escrito por el Psicólogo Alberto López Vadillo,
interno en el CERESO de Mérida, Yuc. y publicado en el Diario de Yucatán, en su
edición impresa del martes 28 de Octubre de 2014.
En días pasados llegó la noticia al Centro de
Reinserción Social (Cereso) del fallecimiento del señor Carlos Guzmán
Escalante; estas líneas van dirigidas respetuosamente a su memoria y al trabajo
que realizó de manera generosa con los internos penitenciarios.
Todas las personas que se nos adelantan a darle
cuentas al Padre producen entre los que nos quedamos una sensación de vacío y
de nostalgia, principalmente con quienes al partir dejan una enseñanza de vida,
algún legado por el cual se les recuerda con cariño y se les reconoce con
admiración.
Eso es lo que nos pasó con Carlos, conocido, entre los
internos penitenciarios con los que trabajo, como un hombre comprometido,
tierno en ocasiones, con gran sentido del humor y sobre todo con una gran fe en
Dios.
Carlos tenía muy claro a qué venía a este centro de
reinserción. “Vengo a traerles la esperanza que da la cercanía de Dios en los
momentos más difíciles, cuando las sentencias son muy largas, cuando la soledad
se hace patente, cuando el abandono familiar es una realidad y la rutina diaria
se convierte en una pesadilla”, repetía en cada oportunidad que tenía, una
especie de disciplina para dejar muy claro a los internos lo que Dios, a través
de su persona, pretendía hacer con ellos.
De entre todos los internos con los que trabajo
destaca uno en particular, Francisco, un sicario profesional, mercenario en el
más honesto sentido del término. Era, al menos así lo creía, la solución
definitiva a muchos problemas, para eso lo buscaban y contrataban, y el cumplía
con eficacia su trabajo.
Su concepto de la vida es que eres la leyenda que te
forjas a través de las acciones que haces en el día a día, como en esos
corridos que escribe y canta la gente del Norte del país; vivió obsesionado por
ser un tipo duro. Lo fue y pagó el precio, Francisco decía: “Al sicario no lo
asesinan nunca, sino que lo matan trabajando, decir que te asesinan es
insultarte”. Ésas son las reglas y tristemente sólo los ignorantes o los
ingenuos creen seriamente que en ese mundo un narcotraficante, un soldado o un
policía federal, por mucha preparación que presuman, van a comportarse según
las exquisitas normas de la Convención de Ginebra o de los tratados de San
José; ése es un mundo fascinante y terrible donde se envejece pronto o no se
llega a envejecer.
Un mundo donde todo es simple y funciona con
instrucciones elementales y precisas para todos, independientemente del lado en
el que estén: el malo es el que les dispara y el bueno es aquél cuya sangre te
salpica y de quien tienen que explicar a su familia que murió en el
cumplimiento de su deber. Porque, por absurdo que parezca, cada bando tiene un
deber que cumplir. Después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos,
poco antes de ser capturado Francisco empezaba a pensar en cambiar de vida: una
mujer a la que amara, una casa, tal vez hijos, pero se le acabó el tiempo y la
justicia lo alcanzó.
Ese era el mundo de Francisco y a ese quiso entrar a
trabajar y a evangelizar Carlos. Definitivamente, no es fácil ni sencillo
porque aquí a nadie se le tira del caballo con una voz de estruendo ni se queda
ciego; aquí no hay transformaciones asombrosas; aquí el Espíritu Santo se
manifiesta en forma de constancia y perseverancia en quienes predican y
anuncian la buena nueva, para que cuando tome a alguien, poco a poco,
lentamente lo vaya moldeando a imagen y semejanza del Jesús en el que crea,
mostrándole a un Dios tan grande como lo sea para él mismo.
Para fortuna de Francisco, el Jesús en el que creía
Carlos es el que ama, el que perdona, el que reconforta y está presente en cada
momento de tu vida, aunque lo rechaces una y otra vez, y no quieras que esté.
El Dios que Carlos mostraba era tan grande como su fe, como su esperanza y sus
extraordinarias ganas de vivir cerca de Él; así que, al final, lo que logró con
este sicario profesional, un hombre con más de 27 marcas en la cacha de su
pistola; fue asombroso, un legado extraordinario, como él mismo lo escribió en
su editorial “Señor, a quién iremos”, del pasado 16 de abril: “Francisco, un
interno del Cereso castigado permanentemente en el módulo de ‘alta
peligrosidad’, que ha recibido la palabra de Dios y que en sus cartas me ha
ofrecido cualquier parte de su cuerpo para ser trasplantada en mí, un gesto de
generosidad y amor por el prójimo que no se puede entender fuera de la fe en
Cristo, nuestro Señor”.
Cuando Francisco supo de la partida de su amigo y
mentor, los últimos meses me hizo esta reflexión: “Vivo en un centro de
reinserción social y aquí estaré por el resto de mi vida y no sé, a veces me
doy cuenta y no dejo de preguntarme, psicólogo, ¿qué pensaba Carlos cuando supo
que estaba condenado a morir?”.
Y como si supiera que al partir Francisco haría esa
pregunta, Carlos dejó un mensaje que nos transmitió a través de la madre Tere
Ochoa: “Hermanos vivan su vida en el gozo del Espíritu y dejen que la hermana
muerte sea la puerta que un día los conduzca a los brazos amorosos del Padre”.
Descansa en paz, Carlos, lo mereces, estamos seguros
de que cumpliste tu propósito; gracias por enseñarnos a través de tu fe y tu
compromiso con los demás el amor de Dios, tu legado permanece y estoy seguro de
que crecerá a través de las personas que, como Francisco, hoy viven de la forma
que predicabas, con generosidad y amor al prójimo… Que así sea…- Mérida,
Yucatán.
Link para la edición digital del Diario de Yucatán:
http://yucatan.com.mx/editoriales/opinion/el-legado-de-un-verdadero-hombre-de-fe

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