LOS
FIELES DIFUNTOS
Artículo escrito por el Pbro. Fabricio Calderón, Párroco
de la Comunidad de san Juan Diego, en Ciudad del Carmen, Cam., Diócesis de Campeche.
Estamos iniciando el mes de Noviembre, durante
el cual el recuerdo nos conduce, instintivamente, hacia nuestros seres queridos
difuntos; recordamos a todos los que nos precedieron en la fe y duermen ya el
sueño de la paz.
Es tradición de nuestra religiosidad popular hacer
memoria de todos ellos y rezar especialmente para que sea completo su gozo en
la presencia definitiva de Dios-Padre.
El recuerdo de nuestros difuntos alcanza su máxima
expresión los días 1º y 2 de noviembre, en los que la Iglesia, de manera
especial, ora por los difuntos, pero que es una de las tradiciones que, para el
pueblo de México, hunde sus raíces en la época precolombina.
El dos de noviembre es el día de los afectos, de
los sentimientos. Recordar a nuestros seres queridos difuntos, orar por ellos,
llevar flores a su tumba, permanecer en silencio dejando que surjan del corazón
aquellos momentos imborrables de nuestra vida transcurrida con ellos, es una
necesidad que se encuentra en lo profundo del corazón de cada hombre y mujer.
Cada uno de nosotros tiene su pequeña lista de
seres queridos difuntos, en la que cada nombre escrito lleva consigo recuerdos,
emociones, nostalgia… A algunos de nuestros seres queridos los hemos acompañado
y atendido hasta el último momento; otros en cambio, han desaparecido a nuestra
mirada sin la posibilidad de ofrecerles una palabra o un gesto final.
Es la muerte existencial, «aquella que se matiza de
misterio y de temor, que golpea a todos: creyentes y no creyentes. La muerte
hecha de agonía, de dolorosa separación; que va acompañada de nostalgia, del
deseo de tener nuevamente cerca a quien se ha ido, como si fuera muy pronto
para partir, o prematuro, ante la mirada de quien permanece en la tierra; como
si fuera muy pronto para quien quisiera hacer lo que no ha hecho y que ahora el
tiempo no le permite hacer; que deja un velo de melancolía y una huella de
dolor, el dolor de la pérdida».
La liturgia de la misa por los difuntos remarca
insistentemente el vínculo que nos liga indisolublemente a nuestros seres
queridos difuntos; un vínculo establecido no únicamente por el recuerdo, que
nos permite revivir el pasado, sino constituido, además, por la certeza de que
ellos continúan viviendo en la presencia de Dios.
Para nosotros, cristianos católicos, nuestros seres
queridos difuntos aún viven, pero ahora viven en Dios. Por tanto, conmemorar a
nuestros difuntos significa recordarlos unidos a Jesús, viviendo por Jesús, con
Jesús y en Jesús.
Ante el misterio de la muerte, la fe viene en
nuestra ayuda, iluminándola con la resurrección de Jesús: «Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá» (Jn
11,25). La fe nos asegura que la muerte no es el final.
Esta certeza nos viene de la fe: ¡Dios nos ha
creado para la vida! No caminamos hacia el abismo, hacia la nada, hacia la
destrucción... Nuestra vida no tiene término, sino meta. Es decir, con la
muerte la vida no se acaba, sino que se transforma. De la misma manera como la
muerte de Cristo en la Cruz no fue el final, sino el paso a la nueva existencia
resucitada y gloriosa.
La celebración de los Fieles Difuntos, entonces, es
una celebración de la esperanza cristiana. Es el también llamado “Día de
muertos” en nuestra cultura autóctona. Parecería que la muerte es la
protagonista de esta celebración, sin embargo, nosotros celebramos la victoria
de Cristo sobre la muerte. Frente a la muerte, la esperanza cristiana nos anima
a descubrir que también nosotros resucitaremos como Jesús ha resucitado.
En la muerte está la semilla de la promesa de la
vida nueva y eterna. Si nuestros seres queridos difuntos ahora “viven en Dios”,
la muerte no destruye el vínculo afectivo entre nosotros y ellos.
Por eso al visitar el cementerio suele llevarse
flores, signo que expresa el afecto que sentimos por la persona que está
sepultada en esa tumba y que, además, manifiesta nuestra fe en la vida eterna,
pues para quienes tenemos fe, la vida no se acaba, sino que se transforma.
Seguimos amando a nuestros seres queridos aunque de una nueva forma.
Si cuando estaban entre nosotros le manifestábamos
nuestro amor y afecto a través de un abrazo, una caricia, un gesto solícito, un
regalo; ahora que físicamente ya no están entre nosotros, le manifestamos
nuestro amor y cercanía a través de una oración, de una veladora que encendemos
por ellos, de una misa que ofrecemos por ellos, una flor que se deposita sobre
su tumba, una visita al lugar donde ha sido sepultado, y, sobre todo, poniendo
en práctica todas las cosas buenas que nos enseñaron durante su vida.

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