JESÚS NACIÓ EN UNA
FAMILIA
Texto Oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 17 de Diciembre de
2014 en la Plaza de san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Sínodo
de los obispos sobre la familia, que se acaba de celebrar, ha sido la primera
etapa de un camino, que se concluirá el próximo mes de octubre con la
celebración de otra asamblea sobre el tema «Vocación y misión de la familia en la
Iglesia y en el mundo». La oración y la reflexión que deben acompañar este
camino implican a todo el pueblo de Dios. Quisiera que también las habituales
meditaciones de las audiencias del miércoles se introduzcan en este camino
común. He decidido, por ello, reflexionar con vosotros, durante este año,
precisamente sobre la familia, sobre este gran don que el Señor entregó al
mundo desde el inicio, cuando confirió a Adán y Eva la misión de multiplicarse
y llenar la tierra (cf. Gn 1, 28). Ese don que Jesús confirmó y selló en
su Evangelio.
La
cercanía de la Navidad enciende una gran luz sobre este misterio. La
Encarnación del Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del
hombre y la mujer. Y este nuevo inicio tiene lugar en el seno de una familia,
en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía llegar de manera espectacular,
o como un guerrero, un emperador... No, no: viene como un hijo de familia. Esto
importante: contemplar en el belén esta escena tan hermosa.
Dios
eligió nacer en una familia humana, que Él mismo formó. La formó en un poblado
perdido de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que era la capital del
Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, sino más
bien con mala fama. Lo recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de
decir: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46). Tal vez, en
muchas partes del mundo, nosotros mismos aún hablamos así, cuando oímos el
nombre de algún sitio periférico de una gran ciudad. Sin embargo, precisamente
allí, en esa periferia del gran Imperio, inició la historia más santa y más
buena, la de Jesús entre los hombres. Y allí se encontraba esta familia.
Jesús
permaneció en esa periferia durante treinta años. El evangelista Lucas resume
este período así: Jesús «estaba sujeto a ellos [es decir a María y a José]. Y
uno podría decir: «Pero este Dios que viene a salvarnos, ¿perdió treinta años
allí, en esa periferia de mala fama?». ¡Perdió treinta años! Él quiso esto. El
camino de Jesús estaba en esa familia. «Su madre conservaba todo esto en su
corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios
y ante los hombres» (2, 51-52). No se habla de milagros o curaciones, de
predicaciones —no hizo nada de ello en ese período—, de multitudes que acudían
a Él. En Nazaret todo parece suceder «normalmente», según las costumbres de una
piadosa y trabajadora familia israelita: se trabajaba, la mamá cocinaba, hacía
todas las cosas de la casa, planchaba las camisas... todas las cosas de mamá.
El papá, carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar. Treinta años.
«¡Pero que desperdicio, padre!». Los caminos de Dios son misteriosos. Lo que
allí era importante era la familia. Y eso no era un desperdicio. Eran grandes
santos: María, la mujer más santa, inmaculada, y José, el hombre más justo...
La familia.
Ciertamente
que nos enterneceríamos con el relato acerca del modo en que Jesús adolescente
afrontaba las citas de la comunidad religiosa y los deberes de la vida social;
al conocer cómo, siendo joven obrero, trabajaba con José; y luego su modo de
participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en
muchas otras costumbres de la vida cotidiana. Los Evangelios, en su sobriedad,
no relatan nada acerca de la adolescencia de Jesús y dejan esta tarea a nuestra
afectuosa meditación. El arte, la literatura, la música recorrieron esta senda
de la imaginación.
Ciertamente,
no se nos hace difícil imaginar cuánto podrían aprender las madres de las
atenciones de María hacia ese Hijo. Y cuánto los padres podrían obtener del
ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida en sostener y defender al
niño y a su esposa —su familia— en los momentos difíciles. Por no decir cuánto
podrían ser alentados los jóvenes por Jesús adolescente en comprender la
necesidad y la belleza de cultivar su vocación más profunda, y de soñar a lo
grande. Jesús cultivó en esos treinta años su vocación para la cual lo envió el
Padre. Y Jesús jamás, en ese tiempo, se desalentó, sino que creció en valentía
para seguir adelante con su misión.
Cada
familia cristiana —como hicieron María y José—, ante todo, puede acoger a
Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así
mejorar el mundo. Hagamos espacio al Señor en nuestro corazón y en nuestras jornadas.
Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades
tuvieron que superar! No era una familia artificial, no era una familia irreal.
La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de
la familia, de cada familia. Y, como sucedió en esos treinta años en Nazaret,
así puede suceder también para nosotros: convertir en algo normal el amor y no
el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la indiferencia o la
enemistad.
No es una
casualidad, entonces, que «Nazaret» signifique «Aquella que custodia», como
María, que —dice el Evangelio— «conservaba todas estas cosas en su corazón»
(cf. Lc 2, 19.51). Desde entonces, cada vez que hay una familia que
custodia este misterio, incluso en la periferia del mundo, se realiza el
misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos, que
viene para salvar al mundo. Y esta es la gran misión de la familia: dejar sitio
a Jesús que viene, acoger a Jesús en la familia, en la persona de los hijos,
del marido, de la esposa, de los abuelos... Jesús está allí. Acogerlo allí,
para que crezca espiritualmente en esa familia. Que el Señor nos dé esta gracia
en estos últimos días antes de la Navidad. Gracias.
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